El otoño es un domo desde donde se observan serenamente los caminos recorridos. Los ojos se nublan cuando acuden a la memoria días primaverales colmados de maravillosas vivencias, acariciados por el sol de magníficos amaneceres. Y las añoranzas irrumpen como tremolar de banderas de júbilo, o como un himno nostálgico que honra las frondas de aquellos tiempos que se deslizan en el recuerdo entre la lozanía de las rosas y el olor de los jazmines, hasta alcanzar el ardor del estío, y luego el sosiego del otoño, con sus hojas multicolores y frágiles que se desprenden de los árboles tapizando los senderos que conducen hacia el invierno, donde las reminiscencias yacerán ateridas entre la nieve y la bruma a la espera del atardecer del canto del cisne. Y el hombre, contemplando el crepúsculo que dibuja en el horizonte los signos de la noche, repasará las formas y los contornos de los caminos que se vuelven a transitar desde la atalaya de los años, y atizará la lumbre de la chimenea, y en su torre de marfil avivará las efusiones y la quintaesencia de la lejana primavera, y el calor de aquellos veranos que aún no han fenecido en el alma. Y entonces todo emergerá como una leve tonadilla en pos de la nota más alta, y será una alabanza al Creador, y una salutación a la vida, y al otoño...